Una vez más, aprovechando mi estancia en Londres y que este finde venía a verme Alex, decidimos escaparnos del mundanal ruido. Elegimos Dover, por recomendación de un conocido. Los famosos acantilados blancos y el castillo nos parecieron un estupendo reclamo para ir.

El sábado madrugamos y cogimos un tren de alta velocidad británico, así que en 1 hora estábamos en Dover Priory. Como no podíamos hacer checkin hasta las 15, decidimos aprovechar la mañana para organizar un viaje en barco a ver los acantilados. Así que fuimos al puerto a buscar alguna empresa para nuestra salida.

De primeras me sorprendió que apenas hubiera gente en la playa. Bien es cierto que las playas de cantos no son las más agradecidas, pero es que apenas había gente, y eso que debió hacer el mejor día del año en Dover. Resulta que Dover no debe ser muy turística: es el puerto marítimos de pasajeros más concurrido del mundo (aunque no me hago a la idea de en qué escala nos movemos) y tienen bastantes problemas con inmigrantes que llegan desde Francia (eso te pasa por ilegalizar personas, claro).

Encontramos una única empresa que hiciera salidas en barco pero tenían todo reservado (!). Una pena, pero nos quedamos sin ver los acantilados desde el mar. Así que rápidamente replanificamos y nos fuimos al famoso castillo de Dover.

El castillo tiene bastante historia: fue sede de varios reyes británicos en la Edad Media y durante la Segunda Guerra Mundial fue un emplazamiento estratégico, donde se cavaron túneles (se pueden visitar) para montar puestos de comunicaciones. La mezcla queda un poco rara, y la tienda y los museos están muy orientados a rememorar esta parte final de su vida.

Después, del tirón nos fuimos al centro de visitantes de los Acantilados Blancos, desde donde partía la rutilla hasta el faro. Es una ruta sencilla y bien señalizada, de 3kms de ida, genial para estirar un poco las piernas.

Esta es la ruta que hicimos por los acantilados, desde donde ¡veíamos Francia!

Al final de la ruta llegamos al faro, que actualmente no está en uso. Entramos directamente y los guías nos dijeron que estaba cerrado. Nos disculpamos por llegar tarde, y según nos íbamos, uno de ellos nos dice: “Pero es que habéis venido hasta aquí para ver el faro, venid conmigo”.

Y cuando un guía te dice “ven”, tú lo dejas todo y vas. Nos enseñó los entresijos del faro, que funciona gracias a una ingeniería con mercurio y gravedad. Vimos todo el faro y nos contó que él trabaja de lunes a viernes en la City londinenes, pero que los findes hace de voluntario para Patrimonio enseñando el faro, ¡muy majete!

Como hacía una tarde buenísima (no sé qué decís siempre del tiempo londinense, nosotros en manga corta y con protección solar) nos tiramos en la hierba al pie del faro viendo cómo los aviones van haciendo chemtrails en su misión de diezmar la población mundial.

En el camino de vuelta, hicimos un recorrido a menor altura y que corría más cerca del filo del acantilado. Y como muestra de mi valentía asomándome a un precipicio de infinito vacío:

Y vuelta para el centro de Dover. Pasamos 5 minutos por el hostal, para dejar las mochilas y hacer el checkin, y nos fuimos al puerto, a un restaurante con pescado rico y música en directo!

Esta mañana nos tomamos un buen english breakfast, dejamos que nos diera el sol, y buscamos algún caché. Dover me ha parecido un sitio poco memorable en general, aunque gracias al genial tiempo y la compañía nos lo hemos pasado fenomenal y hemos desconectado.

Aquí os dejo más fotillos de la escapada:

¡Hasta la siguiente misión!